viernes, febrero 22, 2008

ALIMENTOS PARA EL MUNDO, PERO NO PARA BARBARITA

De Pelota de Trapo
21/02/08

Por Oscar Taffetani

(APe).- En 1974, el periodista norteamericano Ovie Carter ganó el primer premio de World Press Photo -un concurso de fotoperiodismo- con la serie “Los rostros del hambre”. La imagen, que dio la vuelta al mundo, mostraba los flacos brazos de una madre nigeriana cubriendo la cabeza de una niña. El epígrafe decía: “Víctimas de la sequía”.

En 1980, el británico Mike Wells sorprendió con el encuentro de una manito negra, encogida y diminuta, sobre la palma de una mano -blanca- tendida por un misionero.

Doce años después, el hambre volvió a ser tema de una foto premiada en el WPP. James Nachtwey, otro norteamericano, capturó la imagen de una mujer de Bardera, Somalia, cruzando el desierto con el cuerpo inerte de su hijo, cubierto con un sudario blanco, muerto por el hambre.

En 2005, el candiense Finbarr O’Reilly volvió a poner en las tapas de los diarios el tema del hambre, con la foto de una madre nigeriana y su niño, en un campo de alimentación de emergencia.

Dentro de los premios Pulitzer, también las crónicas e imágenes del hambre tuvieron su lugar. En 1975, el ya mencionado Ovie Carter y el cronista William Mullen ganaron el premio principal por su cobertura del hambre en el África y la India.

En 1985, tres periodistas norteamericanos de la revista Newsday ganaron el concurso con una serie de notas sobre el hambre en el continente africano.

En 1994, el sudafricano Kevin Carter impactó con la imagen de la agonía de una niña en Sudán, mientras un buitre, muy cerca de ella, esperaba el desenlace.

La niña murió; el fotógrafo no supo más de ella desde el instante en que sacó la foto, y unos meses después de recibir el Pulitzer, tal vez con su conciencia atormentada, se quitó la vida en un estacionamiento de Johanesburgo.

El caso de Kevin Carter instaló (por poco tiempo) la discusión sobre la ética de los fotógrafos y los periodistas puestos en situación límite, frente a un ser humano que requiere su ayuda.

Alguna vez deberemos -los periodistas- discutir a fondo este tema, al margen de los intereses de los propietarios de los medios. Y abandonar esa coartada, tan cómoda, de que con una buena foto o un buen reportaje “ayudamos a que el mundo tome conciencia”.

Si no replanteamos el diseño mismo de la agenda informativa, desde una ética de la solidaridad y el compromiso con la gente que sufre, cualquier “WPP” o cualquier “Pulitzer”, por luminoso que parezca, será un ladrillo más en la pared.



II


En 1959, con su libro Geopolítica del Hambre, el médico y antropólogo brasileño Josué de Castro rompió el cerco de silencio tendido, a nivel sociológico y político, sobre el problema del hambre.

Señalaba JDC la curiosa “indigencia bibliográfica” sobre el hambre, que contrastaba con la vasta producción de libros sobre la guerra y sobre las epidemias, flagelos que en gran medida se producían a causa del hambre.

“¿Cuáles son los factores ocultos de esta conspiración de silencio en torno al hambre?” se preguntaba en el prólogo a la primera edición de su segundo libro, Geografía del hambre. “Se trata de un silencio premeditado”, se respondía. “Son los intereses, los prejuicios de orden moral o de orden político y económico de nuestra civilización llamada occidental los que hacen del hambre un tema prohibido, o por lo menos poco recomendable para ser abordado en público...”

En otro pasaje, homenajeaba a Freud, por haber tenido el valor de señalar la omisión del sexo en la cultura y el pensamiento dominantes. “Chocamos -escribió Josué de Castro- con uno de los imperativos del alma colectiva de nuestra civilización, que ha hecho del sexo y del hambre temas tabú, impuros y escabrosos...”

Sin embargo, reconocía el antropólogo que los poetas y narradores, aunque no en una perspectiva científica, habían tomado el hambre como núcleo generador de conflictos externos e internos del hombre.

Finalmente, en aquel prólogo que bien merecería reeditarse y releerse, citaba a Richard Temple, administrador colonial británico en la India: “Mientras tantos desdichados se morían de hambre -decía el inglés sin inmutarse- el puerto de Calcuta seguía exportando al extranjero considerables cantidades de cereales. Los hambrientos eran demasiado pobres como para poder comprar el trigo que les hubiera salvado la vida...”

“Es lógico -acotaba JDC- que quienes lograban ingentes beneficios de sus importaciones de la India, hicieran todo lo posible para sofocar en Europa los rumores lejanos de aquellas hambres lejanas, que si hubiesen sido consideradas como lo merecían, habrían perjudicado su lucrativo comercio...”

Entre la cita de Temple y la acotación del brasileño, está la clave de los sucesivos enmascaramientos del tema del hambre.



III


Al promediar los ’70, gracias al trabajo de Josué de Castro, el hambre había comenzado a ser el eje del trabajo mundial de la FAO, un organismo creado en 1943, casi junto con las Naciones Unidas.

“El mundo tiene hambre”, titula en tapa la revista Leo Plan, el 15 de julio de 1964. En la nota se volvía a agitar el fantasma malthusiano de la merma de la superficie cultivable y del explosivo crecimiento demográfico, que llevaría a una crisis mundial en el año 2000.

Diez años después, en 1974 (que fue declarado por la ONU Año Mundial de la Población), la revista Correo de la Unesco se preguntaba en tapa: “¿El hombre o el hambre?”

“Sobre nosotros se cierne una catástrofe ecológica”, escribían en ese número los especialistas John P. Holdren y Paul R. Ehrlich. “De proseguir como hasta ahora el crecimiento demográfico, nada ni nadie podrá impedirla”.

Sin embargo, el chino Han Suyin observaba en su artículo que la planificación familiar iniciada por su país en 1972 prometía buenos resultados (tan buenos fueron esos resultados, que China dejó de ser la bomba demográfica del siglo XX, cediendo ese dudoso privilegio a la India, Pakistán y Malasia).

Una profesora etíope, Maaza Bekele, se ocupó en esa edición de Correo de aventar los fantasmas de la explosión demográfica africana. Señalaba Bekele que la esclavitud, la explotación colonial, las guerras anticoloniales y las “nuevas enfermedades procedentes de Europa” habían diezmado la población del África a lo largo de 200 años, por lo que un ligero repunte en el crecimiento, durante el siglo XX, no cambiaría su incidencia en la población planetaria. (Lo que Maaza Bekele no sospechaba era que una “nueva enfermedad” -el SIDA- se convertiría en atroz regulador demográfico del Africa subsahariana y meridional).

Lo cierto es que el hambre, a pesar de haber sido puesta en el centro de la escena por el imprescindible Josué de Castro (y por una sostenida política de Naciones Unidas, hay que agregar) no dejó de ser un flagelo para las tres cuartas partes de la humanidad, ni siquiera después de producirse el gran salto tecnológico en la producción de fertilizantes y de semillas genéticamente modificadas.



IV


En los libros de Josué de Castro se habla muy poco de la Argentina. Una parte del territorio nacional -en Patagonia y el NOA- es incluida en el Sector A de América del Sur (“regímenes alimentarios habitualmente insuficientes, incompletos e inarmónicos”) y otra parte del NOA, en el Sector B (“condiciones alimentarias menos graves, donde apenas existen las hambres específicas en ciertos principios nutritivos, siendo el régimen alimentario cuantitativamente suficiente”).

Sin embargo, se aclaraba en esos trabajos que existía notable diferencia entre el registro estadístico disponible y la realidad de las economías familiares, que producían y consumían alimentos in loco (en el lugar).

Y no escapaban a Josué de Castro las denuncias o alertas de ciertos dirigentes argentinos de principios del siglo pasado. “Hace 10 años -escribió- el senador argentino Alfredo Palacios denunciaba el hecho de que 30.000 niños de Buenos Aires estaban incapacitados para frecuentar la escuela, dado su estado de desnutrición...”

En abril de 1994, la revista argentina Nueva volvió a romper el fuego con el tema del hambre, pero inscribiéndolo en el marco acostumbrado: el hambre mundial, las proyecciones para Asia y Africa, y así.

No obstante, consultando fuentes alternativas como los estudios de la antropóloga Patricia Aguirre, aquella edición revelaba un dato importante, que vincula el hambre con la inequidad: “una familia argentina en situación de extrema pobreza -decía Aguirre- gasta el 78% de sus ingresos en alimentarse, mientras que las clases acomodadas gastan el 20%...”

El enmascaramiento de esa “hambre argentina” que tres décadas sucesivas de destrucción económica habían causado, duró hasta la explosiva crisis de diciembre de 2001.

Allí se supo (y los medios no tuvieron otro remedio que enterarse) que grandes masas de la población argentina carecían de los alimentos indispensables para su propia subsistencia.

Unos pocos meses después, la foto de Barbarita Flores, aquella niña tucumana que debió ser internada con su hermanita tras un doble desmayo por hambre, dio la vuelta al mundo, rebotó en la Luna y desde allí cayó sobre unas cuantas conciencias argentinas, para decirnos que aquí, en el país de los ganados y las mieses, a la vuelta de la esquina, un pibe o dos o diez mil se estaban muriendo de hambre.

Paralelamente, en un juego totalmente esquizofrénico, asociaciones de productores de “Siembra Directa” (eufemismo para decir “transgénicos”), pagaban costosas campañas mediáticas explicando que la siembra directa representaba “alimentos para el mundo”.

“¿Alimentos para el mundo? -mascullábamos al escuchar esa frase- ¿Y por qué no empezamos por casa?”

Respuesta elemental: porque los alimentos no son para el mundo, sino para aquéllos -diría Sir Richard Temple- que pueden comprarlos. Y no empiezan por casa porque ni Barbarita ni sus padres ni sus hermanos ni sus amigos tienen dinero para comprarlos.

Es el capitalismo, estúpido.

Sobra maíz, pero no esperes que la polenta baje de precio.

Entraron muchas vacas a Liniers, pero no esperes que la carne esté barata.

En la Argentina, sobran los alimentos. Por eso el hambre de Barbarita es un crimen.